Pequeño cuento hondureño
Erase una vez dos chicas aventureras que fueron escogidas por la Unión de las Naciones para llevar a cabo una importante misión: se trataba de esparcir amor y sonrisas por Centroamérica. No todo el mundo era capaz de tal misión y a las naciones del mundo les costó mucho dar con alguien digno de tal proeza. Tras mucho buscar encontraron a dos chicas en la tierra de los íberos. Una tenía el nombre con el que se describe lo puro, lo nítido, lo transparente. Era pequeña, graciosa, de hermosos senos; sincera, abrazadora y abrazable, pizpireta y valiente. La otra, de pelo rojo y ojos azules, era sensible, cariñosa, jovial, alocada y muy-muy, pero que muy parlanchina. Tenía nombre de cuento de hadas.
Las dos aceptaron la encomienda y decidieron surcar los mares con rumbo a Las Américas. Dejaron atrás las comodidades de su vida anterior, sus personas queridas, el jamón, y decidieron colonizar Honduras con sus grandes corazones (y senos).
Cada una fue asignada a un destino diferente. La primera, Blanca, fue destinada a la Ciudad de las Luces, una gran ciudad llena de verdes colinas que por la noche se llenaba de luciérnagas. La segunda, Alicia, se instaló en una pequeña y soleada aldea junto a un hermoso río, muy cerca de un mar al que llamaban pacífico.
Aprendieron con rapidez la lengua de los que las rodeaban, el vayapués. Muchas de las costumbres de la gente les parecían extrañas: vivían en colonias, comían frijol todo el día, bailaban una extraña danza llamada “el regetón”. Pero lo que más les llamó la atención es que muchas personas vivían con miedo.
Al parecer la tribu de los hombres malos había llegado desde muy lejos hacía tiempo al lugar y, habían conseguido camuflarse entre la gente disfrazándose de buenos. Se producían asesinatos, secuestros, disparos y nadie sabía exactamente quién era el culpable, porque los malos parecían buenos y al revés. Pero Blanca y Alicia consolaron a la gente explicándoles que ellas estaban allí para acabar con ese miedo, diciéndoles que no debían preocuparse, pues ni más ni menos que la Unión de Naciones las había enviado a ellas dos (y a sus senos) para ayudarles.
Rápidamente sus proezas se extendieron y en cada rincón del país se las conocía por su bondad y simpatía. A veces viajaban a sitios lejanos con todos aquellos amigos que hacían por el camino. Visitaron lejanas playas habitadas por piratas, volcanes que escupían fuego y rocas, antiguas y misteriosas civilizaciones que adoraban al dios sol…
Transcurrieron semanas, meses, y se acercaba el día de la marcha. Debían regresar a su país, pues la misión había llegado a su fin. Blanca y Alicia estaban tristes, pues querían quedarse más tiempo en ese nuevo país que las había adoptado. Pero recordaron lo que la Unión de Naciones les había dicho: para que el fruto de su trabajo permaneciera en el tiempo, era necesario que volvieran antes de las doce del último día del sexto mes, de lo contrario todo aquello que habían ayudado a construir desaparecería de golpe.
Cuando el día llegó, las dos se encontraban tranquilas y preparadas para la marcha. Abandonaron el país con una gran sonrisa en la cara, contentas de la gran aventura que habían vivido y satisfechas por haber cumplido su misión: esparcir amor y sonrisas por Centroamérica.
Hay quien cuenta que ese mismo día desaparecieron misteriosamente dos palabras del diccionario hondureño; esas palabras eran “miedo” y “violencia”. Otros cuentan que, ignorando lo mandado por la Unión de Naciones, ambas chicas volvieron a las Américas, donde vivieron felices hasta el fin de sus días.
Erase una vez dos chicas aventureras que fueron escogidas por la Unión de las Naciones para llevar a cabo una importante misión: se trataba de esparcir amor y sonrisas por Centroamérica. No todo el mundo era capaz de tal misión y a las naciones del mundo les costó mucho dar con alguien digno de tal proeza. Tras mucho buscar encontraron a dos chicas en la tierra de los íberos. Una tenía el nombre con el que se describe lo puro, lo nítido, lo transparente. Era pequeña, graciosa, de hermosos senos; sincera, abrazadora y abrazable, pizpireta y valiente. La otra, de pelo rojo y ojos azules, era sensible, cariñosa, jovial, alocada y muy-muy, pero que muy parlanchina. Tenía nombre de cuento de hadas.
Las dos aceptaron la encomienda y decidieron surcar los mares con rumbo a Las Américas. Dejaron atrás las comodidades de su vida anterior, sus personas queridas, el jamón, y decidieron colonizar Honduras con sus grandes corazones (y senos).
Cada una fue asignada a un destino diferente. La primera, Blanca, fue destinada a la Ciudad de las Luces, una gran ciudad llena de verdes colinas que por la noche se llenaba de luciérnagas. La segunda, Alicia, se instaló en una pequeña y soleada aldea junto a un hermoso río, muy cerca de un mar al que llamaban pacífico.
Aprendieron con rapidez la lengua de los que las rodeaban, el vayapués. Muchas de las costumbres de la gente les parecían extrañas: vivían en colonias, comían frijol todo el día, bailaban una extraña danza llamada “el regetón”. Pero lo que más les llamó la atención es que muchas personas vivían con miedo.
Al parecer la tribu de los hombres malos había llegado desde muy lejos hacía tiempo al lugar y, habían conseguido camuflarse entre la gente disfrazándose de buenos. Se producían asesinatos, secuestros, disparos y nadie sabía exactamente quién era el culpable, porque los malos parecían buenos y al revés. Pero Blanca y Alicia consolaron a la gente explicándoles que ellas estaban allí para acabar con ese miedo, diciéndoles que no debían preocuparse, pues ni más ni menos que la Unión de Naciones las había enviado a ellas dos (y a sus senos) para ayudarles.
Rápidamente sus proezas se extendieron y en cada rincón del país se las conocía por su bondad y simpatía. A veces viajaban a sitios lejanos con todos aquellos amigos que hacían por el camino. Visitaron lejanas playas habitadas por piratas, volcanes que escupían fuego y rocas, antiguas y misteriosas civilizaciones que adoraban al dios sol…
Transcurrieron semanas, meses, y se acercaba el día de la marcha. Debían regresar a su país, pues la misión había llegado a su fin. Blanca y Alicia estaban tristes, pues querían quedarse más tiempo en ese nuevo país que las había adoptado. Pero recordaron lo que la Unión de Naciones les había dicho: para que el fruto de su trabajo permaneciera en el tiempo, era necesario que volvieran antes de las doce del último día del sexto mes, de lo contrario todo aquello que habían ayudado a construir desaparecería de golpe.
Cuando el día llegó, las dos se encontraban tranquilas y preparadas para la marcha. Abandonaron el país con una gran sonrisa en la cara, contentas de la gran aventura que habían vivido y satisfechas por haber cumplido su misión: esparcir amor y sonrisas por Centroamérica.
Hay quien cuenta que ese mismo día desaparecieron misteriosamente dos palabras del diccionario hondureño; esas palabras eran “miedo” y “violencia”. Otros cuentan que, ignorando lo mandado por la Unión de Naciones, ambas chicas volvieron a las Américas, donde vivieron felices hasta el fin de sus días.
1 comentario:
Gracias chicos, me emocioné al leerlo la primera vez, y da igual las veces que lo haga que sigo emocionandome, porque lo que el cuento no dice es que ambas chicas aventureras tenían detras un coro de buenos amigos que las apoyaban en lo bueno y en lo malo, como si de un pacto magico de sangre se hubiera hecho, y gracias a ellos las aventuras de las dos fueron tan ricas y especiales como fueron...chicos se os hecha demenos...disfrutad a tope.
Un beso y mucha fuerza
de Blanca (la manchega pizpireta de los abrazos)
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