El famoso Malecón o paseo marítimo ha resultado una decepción. Tiene poca vida durante el día, pues no encuentras en el cafés, tiendas o restaurantes; sencillamente edificios coloniales restaurados vacíos. Es cierto que al atardecer sí cobra más vida, pues acude a él una fauna muy variopinta: parejas de novios que juntitos disfrutan de la puesta de sol, familias que toman un helado, jineteros a los que les va todo por 10 pesos, pillos varios que intentan venderte lo que sea, y algún travesti transgresor. Pero este paseo está separado de la ciudad por una avenida de cuatro carriles, y eso le vuelve frío. La Habana, he llegado a la conclusión, no mira al mar, de la misma manera que no lo hizo Barcelona durante mucho tiempo.
La parte de La Habana Vieja que está restaurada es turísticamente correcta. Plazas impecables con iglesias barrocas, las mismas terrazas que pueda tener Paris o Roma, cafés con música en vivo tocada por músicos competentes pero desganados y mucha tienda de souvenir.
Pero La Habana Vieja de más al sur, la que escapa al turismo, me ha parecido muchísimo más interesante. Es la de la mujer con los rulos, los chicos luciendo músculos o las chicas con minishort moviendo el culito. Es la de las discusiones a grito pelado entre las parejas, la de la madre que grita el nombre de su hijo desde el cuarto piso (qué similar a las escenas del Yosua, sube parriba de Los Morancos). La de los edificios regios que se caen a pedazos y donde viven decenas de personas. Bueno más que vivir en ellos , sólo duermen, porque en La Habana la vida sucede en la calle. Y en la calle los cubanos hacen básicamente dos cosas: mirar y ser mirados. Este es el país del culto al cuerpo, olvidemonos de Italia o California. Cuando no se puede presumir de nada desde el punto de vista material (ni ipod, ni celular , ni coche), a uno no le queda más que presumir de cuerpo. Y a él dedican, sobretodo los chicos, la mayor parte de su tiempo.
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